Molly

Foto: Joshua Reddekopp (@joshuaryanphoto) / Unsplash.
Las tardes podían ser muy largas en los veranos de la Ensenada de finales de los noventa. Sobre todo las tardes en mi barrio. Yo tenía la suerte de estar en “la compañía”, así le llamábamos al grupo de teatro que teníamos por aquellos días. Una troupe de morros piratones dirigidos por el genio más barbón y más loco que he conocido nunca. La compañía nos daba más que vida. Nos embriagaba de una pinshi sustancia que nos hacia alucinar. Sentíamos que las calles madreadas de Ensenada, llenas de baches y sin alumbrado público, eran el escenario ideal para conectarnos con las cosas más místicas del mundo. Después de los ensayos salíamos como rabiosos, la noche no se podía acabar. Nos íbamos a las playas, al desierto, a los montes o a cualquier tugurio a continuar con nuestras ficciones. Éramos como mensajeros oníricos de la verdad y la fantasía.
Pero en los veranos no había teatro. Los veranos se escurrían lentamente en medio de ese calor ensenadense que no llega a ser calor pero que desgasta igual. El Rafa, El Morgan, el Rodrigo y el Raúl eran mis compas de teatro. De hecho, nosotros éramos la compañía y siempre andábamos juntos. Pero en verano, sin funciones, pues mis compas se la pasaban con sus novias. Ellos siempre tenían morritas. Morras bien shilas. Todas. También les gustaba el teatro y eran súper alivianadas. Yo nunca tuve morrita. Estaba enamorado de una chica que me trataba muy mal y yo, como que me acostumbré a ese rol de no correspondido. Me servía, decía el pinshi Rodrigo culero, para sentirme más poeta. El Rafa siempre me andaba buscando morra y a veces me encontraba a alguna pero yo no seguía la onda.
– Estás bien pendejo, me decía el Morgan, mientras se ponía a hacer algo más importante que hablar conmigo.
En esos tiempos la compañía tenia un foro propio, en el que ensayábamos y presentábamos nuestras obras. Se llamaba “Foro Espacio”, pero nosotros le decíamos “el foro”. Durante un tiempo los proyectos que teníamos permitían que pagáramos el espacio pero cuando esto se acabó tuvimos que pagar una cuota los integrantes. Yo no tenía dinero ni para el micro, por eso decidimos todos que yo pagaría mi cuota limpiando el espacio. Limpiándolo todo, desde el escenario hasta los baños.
En verano no hacia falta limpiar, pero yo me aburría tanto que muchas tardes bajaba a hacer la talasha. Tenía mi propia llave, lo que me daba un cierto poder, ¿pues a los 17 quién tiene una llave de un espacio para poder disponer de él con más o menos libertad? Yo llegaba a eso de las cuatro de la tarde. Abría el portón verde. Ponía café y algún disco que estuviera por allí a todo volumen. Empezaba por la sala de estar, el escenario y terminaba con los baños. Después me sentaba a leer tranquilamente y esperaba a que la noche me invitara a volver a casa.
No hablaba con nadie. Añoraba el amor.
Yo también quería de esa miel, decía el mamón del Rafa en tono burlesco. A veces, cuando estaba muy nostálgico, me atrevía a marcar el número de la morra aquella para decirle que la seguía queriendo. Así eran las cosas y nada parecía que pudiese hacerlas cambiar.
Una tarde, y aquí es donde empieza la historia, diría Carballido, yo estaba barriendo el patio de enfrente del foro y se paró un taxi en la puerta. Ahora digo eso y parece normal pero en 1998 nadie tomaba taxis que no fueran de ruta en Ensenada. Se bajaron dos muchachas súper rubias con vestidos floreados y sombreros de paja. Yo en ese entonces estaba muy engranado con José Agustín y pensé: no manshes, qué pedo con la gringuez.
Pensé que vendrían a ver a algún vecino, que serían de alguna iglesia o que simplemente el culero del taxista las había robado y las estaba botando en esa calle al azar. Pero para mi sorpresa no fue así, venían al Foro Espacio. Eso me preguntaron: ¿Aquí es el Foro Espacio? Con un acento que no pienso imitar aquí pero que ya saben al que me refiero. ¿Me parecieron guapas? La verdad no especialmente. Simpáticas tampoco, pero estaba sorprendido con el hecho de que dos gringas estuviera buscando nuestro Foro, así que las invité a pasar.
No recuerdo bien de qué hablamos. Sólo recuerdo que me contaron que eran estudiantes de antropología en Estados Unidos y estaban aquí en un programa de verano. Una se llamaba Sue y era de Texas. La otra se llamaba Molly y era de Virginia. De West Virginia, me dijo. Al principio se deschararon bastante porque se dieron cuenta que yo no hablaba inglés. Era el primer mexicano que conocían que no hablaba inglés, que pensaban que todo el mundo lo hablaba. Pues no. Nos reímos. Yo me animé un poco cuando Molly me dijo que le gustaría hacer un trabajo de investigación sobre el teatro y lo que significaba para nosotros. O al menos eso creí que dijo. Cuando hablaba le brillaban los ojos. Eran ojos azules, bien azules. Me recordaron a los ojos de los niños de anuncios de pañales que salían en la televisión.
De mi bolsillo saqué mi paquete de cigarros Pacífico y ella al verlos me dijo que si podía probar uno. En ese momento, al darle el cigarro, nuestras manos se rozaron y como que noté una cosa extraña. Pensé: no manshes, creo que esta gringa me gusta. Y lo que era más raro, se dio cuenta y no parecía molestarle la idea.
Yo no tenía ni un peso. No les podía invitar absolutamente nada. O peor, si me invitaban a ir a un lugar tampoco podría yo porque no tenía forma de pagarme ni un café. Ellas querían ir a un bar y yo les dije un par de nombres. Se fueron pero antes Molly me pidió mi numero de teléfono. Para mi suerte, en mi casa acabábamos de estrenar línea telefónica y se lo apunté. Sin grandes esperanzas de que me llamara, la verdad.
No sé cuántos días pasaron. Yo creo que bastantes. Mis papás siempre se reían porque yo llamaba a casa preguntando si alguien me había llamado. Esperaba la llamada de uno de mis compas para algún refuego. A veces salían cosas así. Casi nunca me llamaba nadie. Siempre he sido yo el que ha andado detrás de la raza, como dice mi mamá, buscando caponero. Pero una tarde llamé y mi mamá me dijo que me había hablado una mushasha.
– Yo creo que no estaba bien porque hablaba muy raro.
Pensé quien podía ser y solté la carcajada al caer que seguramente sería Molly. Mi mamá y yo nos reímos pero lo mejor fue cuando me dijo que ella había dejado un número. Inmediatamente le marqué. Ahora mismo no recuerdo cómo ni cuándo fue el primer momento que nos vimos. Creo que fue en el foro y ella vino con su amiga Sue. Yo invité a los amigos de teatro y ellos vinieron. Hablamos mucho sobre teatro. Especialmente Rodrigo, que tenía un inglés bastante bueno después de trabajar en Bajamar, un hotel con campo de golf al que vienen muchos gringos y shilangos ricashones. Ver al Rock, así le decíamos a Rodrigo, hablando tan bien y diciendo cosas tan interesantes y tan listas yo como que me empecé a hacer más shiquito. Empezaba a mirar a la puerta y veía cómo la tarde iba dejando paso a la noche. Pensaba que pronto tendría que volver a casa si no quería perder el último micro hacía el barrio.
Fue entonces cuando Molly se acercó a mí. Me preguntó por qué estaba tan callado. Y empezamos a hablar de nuevo. El Rafa fue a buscar unas cervezas más y al regresar me dijo que se tenían que ir a algún sitio, no recuerdo dónde. Me di cuenta que era un pretexto para llevarse al Rock de allí y dejarme un poco de espacio. Se fue, pero antes me pasó un billete de 100 pesos. Como siempre, allí estaba mi bro poniéndose la del Puebla. Yo no sabía qué hacer, era una situación totalmente nueva para mí. Estaba con dos chicas dispuestas a pasar el rato conmigo. Conmigo, así de simple. Pero yo no tenía carro ni manera de moverme. Fue cuando se me ocurrió llamar a mi amigo David que al enterarse de la situación llegó al instante, bien cambiado y guapísimo como siempre. En ese entonces el David traía un Jeep Suzuki sin placas que estaba súper rifado.
Si yo no sabía inglés, el Deivid me sacaba la vuelta mashín. No sabía ni una palabra. Las gringas se reían pues no lo podían creer. No podían creer que un mexa de la frontera no supiera ni madres del país vecino. Yo creo que eso fue lo que las cautivó en cierta forma. ¿A dónde vamos Deivid? Ah, porque le decíamos Deivid, bien poshos nosotros. Pues al playón, que nunca se raja. ¿Qué sería de nosotros en Ensenada sin la playa? Compramos un 24 de modelos y nos fuimos para allá. Yo estaba soñado porque, montados en el Suzuki, Molly me dio la mano. Yo la intenté besar torpemente pero ella me rechazó con una sonrisa. Me dijo, tengo novia.
¿Tienes novia? Ella se rió y nos acordamos que el pinshi inglés no tiene género. Novio, quiso decir, novio. Se llamaba Chen (se escribe Sean me dijo) y me enseñó una foto. Era un vato bien carita, rubio como ella y con cara de ser a toda madre. O sea, el vato perfecto. Me enseñó la foto y me dijo que lo quería mucho y que se iba a casar con él cuando acabara la universidad. Pero ni terminó de decir la frase cuando fue ella la que me dio un besito. Pequeñito.
En los labios. Breve. Y las olas del mar descargaron su furia, así, directo al abdomen. O al corazón. Yo me disparé. Me fui muy lejos.
Ella se quitó los zapatos. La Sue también. Bailaban como dos niñas a la orilla del mar. La luna estaba a nuestro favor y lo iluminaba todo, como un faro cenital de esos mágicos del teatro. El Deivid y yo nos quitamos los zapatos y nos pusimos a saltar también. Ellas se nos subieron a camonshi y jugamos a los caballitos. Nos reíamos un montón. Mi compa, entre risas se me acercó y me dijo serio: gracias camarada, hace mucho que no me la pasaba así.
Todo pudo quedarse así pero yo quería más. Esa es mi bronca, siempre quiero más. Y más en ese momento, sentía que no podía perder la oportunidad de estar más cerca de esa morra totalmente diferente a todo lo que yo había conocido. Con el vestido completamente mojado me explicaba no sé que madres de los plásticos que mataban a las tortugas en el mar. Yo sólo veía sus labios moverse y sus pies entre cubiertos por la espuma del mar. Me acerqué y sin titubeos la besé. Profundamente. Me respondió como nadie en mis 17 años lo había hecho. Me acariciaba los brazos. Las mejillas. Las manos. Ponía su cabeza sobre mi pecho. Sentía su calor. Fue casi instantáneo. En ese momento me di cuenta que nunca antes nadie me había visto y tocado así.
Yo había salido con morritas, claro. Y calentones, muchísimos. Pero siempre había tenido la sensación que la chicas con las que salía se avergonzaban de mí. Molly era otro rollo. Esa noche no sé cómo acabó. Seguramente acabamos borrachos. Al día siguiente me desperté como sabiendo que nunca más la volvería a ver. Todo era como demasiado perfecto. No fue así. Me llamó y me dijo que quería invitarme a comer al centro.
Quedamos de vernos en la Cochinita del centro. Ella pidió unos tacos de pollo. Yo ni sabía que existían los tacos de pollo. Yo me la esperaba distante o arrepentida, pero no. Fue verme y correr hacía mí. Me besó y me agarró de la mano. Me dijo. Estás muy guapo. Yo pensé que se estaba burlando de mí. Aparte de mi mamá, ninguna mujer me había dicho guapo. A mí me sacó de onda cómo me habló de “nuestra situación”. Me dijo que estaría ocho semanas en Ensenada y que había decidido, si yo estaba de acuerdo, vivirlas intensamente a mi lado. Que por esas ocho semanas olvidaría que tenía otra vida en West Virginia. Incluido al Sean.
Yo creo que ni entendí lo que me dijo. Sólo pensé. Fuego. Vamos a quemar los cartuchos. Vamos a vivir como los mexas vivimos. Como si la vida se despertara y muriera cada día. Yo no sabía que era así como vivíamos, fue Molly quien me lo dijo.
Ustedes no viven en el futuro.
Afortunadamente yo no sabía nada de antropología en ese entonces porque, si no, hubiera desconfiado. Molly quiso conocer todo de mí. Así como muchos amigos y amigas mías se negaban a ir a mi barrio y se burlaban de mí por donde vivía, ella quiso ir lo más pronto posible. Le encantó. Le encantó mi familia. Mi mamá le preparó unos tacos dorados de pollo y ella le dijo que era lo mejor que había comido. Ella, sin vergüenza alguna, me besaba frente a mi madre. Mi jefa estaba contenta de ver que alguien me trataba así de bien.
La verdad se ve que es bien buena la mushasa.
Molly iba conmigo a todas partes. La raza decía, no mames, el Víctor trae morra y es gringa, no que muy pinshi comunista. Me acuerdo que una vez nos fuimos a pistiar a un restaurante chino donde la cheve estaba súper barata pero nos cerraron. Ella me preguntó si conocía otro bar. Yo tenía la bronca que era menor de edad y no me dejaban entrar casi a ningún sitio. Entonces me acordé de la Cueva de Garfio, un bar escondido al que dejaban entrar nada más a raza conocida. Había una ventanita y tocabas y te abrían sólo si te conocían. Me arriesgué. Toqué la ventana. El Charly me reconoció y abrió. Quedé como un jefe.
Todo era perfección. Molly fue conmigo y con mis compas a todos lados. No se arrugaba. Billares, cantinas, teatros, exposiciones. Venía a mi casa en micro. Le valía madres que se rieran de ella por gringa y por güera. Esta morra de West Virginia se la rifaba. También me enseñó mucho del amor, del amor físico quiero decir. Era intensa. Demasiado. Pero tenía ideas sobre la fidelidad que me sacaban de onda. ¿Qué es ser infiel? ¿Un beso es infidelidad? ¿Una caricia? Juntos podíamos hacer algunas cosas y otra no. En su código interno, había cosas que eran infidelidad. Y ella quería seguir siendo fiel.
Fueron ocho semanas, pero también tuvimos nuestras broncas. Una vez el grupo de gringos me invitó a una fiesta de cumpleaños. Yo fui y era el único mexa que no hablaba inglés. Obviamente me sentí muy apartado. La bronca fue cuando dijeron, en español, ahora vamos a cantar Las mañanitas. Y todos me miraron. Yo, evidentemente, los mandé a la shingada. No voy a cantar, dije, seco. Todos se enfadaron conmigo. Molly también. Me habían invitado para cantar. Los abrí.
Yo ni cuenta me había dado pero los días habían pasado. Las ocho semanas casi se habían acabado. Hicimos una fiesta en una suite de un hotel que rentaba un compa de mi tío que era bien cura, pero que era narquísimo. Mi tío le preguntó qué pasaría cuando ella se fuera y Molly dijo seria: Nada. Esto se acabará. Mi tío no lo podía entender y le preguntó por qué estaba entonces conmigo. Ella le contestó que con Sean todo era costumbre y conmigo todo era magia. Pero que la magia se acababa y que la costumbre era la base de todo lo que organizaba nuestras vidas. Bueno, yo no entendí nada porque hablaban en inglés. El después me lo tradujo.
Los días se habían acabado. Pronto volvería a lo de siempre, pero yo no era consciente. Antes de irse ella quiso que pasáramos una noche juntos. Alquilamos una habitación en un motel. Hablamos mucho pero yo creo que lloramos más. Yo le decía que podía ir a verla pero ella me recordaba que era imposible. West Virginia estaba muy lejos para mí. Lejísimos. Creo que esa última semana fuimos a una boda y yo hablé mal del matrimonio y ella se enojó conmigo. Me dijo que no entendía nada. Que la vida tenía que formalizarse. Seguir unos patrones. Yo que sé.
El día que tenía que irse llegó. Se irían todos en grupo a San Diego y de allí cada uno hacia su destino. Me propuso que fuera con ella a San Diego pero yo no tenía visado. Era imposible. Antes de irse me pidió si me podía tomar una foto con mi madre. Esa es la única foto de aquellos días. Una imagen mía y de mi madre a través de sus ojos. La foto nos la tomó el mismo día que se iba.
Se fueron en una panel blanca. Se subió y yo no pude ni llorar. Se fue y supe que no la volvería ver. Quise arrancar el coche para volver a casa pero simplemente no supe a dónde ir. Mi reflejo fue ir a casa del Deivid y sin parar de llorar le decía qué hago ahora. Qué hago. Sentía que no podría vivir. Sentía que no tenía un lugar en el cuál encontrar refugio y sentirme querido de nuevo.
No podía parar de llorar. Fue entonces cuando el Deivid me dijo vamos a alcanzarlas a la línea, antes de que pasen. Para que la veas de nuevo. Aunque sea una última vez. Y allá nos fuimos, enfierrados en el Suzuki. Tomando modelos en el camino. Yo no creí que las encontráramos pero el simple gesto inconsciente me hacía sentir mejor.
Qué es el amor si no esto, ¿no? Pinshi locura. Heridas y sangre a borbotones. Llegamos a Tijuas y nos formamos en la línea. Neta, como de peli. Me bajé corriendo.
Ella me vio y se bajó. Nos abrazamos bien fuerte. Lloramos como dos plebes. Yo no la quería soltar pero los carros iban avanzando. La raza que estaba formada en la cola como que se sacaba de onda, pero con las cosas que se ven en Tijuana, eso no era nada. Me dijo que se tenía que ir pero que me llamaría al llegar a su casa. La convencí que me diera su número para llamarla yo y me lo dio. Volvió a la panel y cruzó la frontera. Yo, con el Deivid, me regresé a Ensenada.
Nunca me llamó. Yo le llamé mil veces pero nunca me respondió. Nunca me escribió. Los veranos volvieron a ser largos y crueles. El sol volvió a ser rojo color sangre por las tardes. El mar volvió a la melancolía de siempre. Y Molly poco a poco se volvió un recuerdo. Una memoria que no sé si no ha sido sólo un cuento. Esos que me invento cuando la gente me pregunta en qué estoy pensado. Northampton, Massachusetts (EEUU). Febrero de 2019.
Víctor Corona estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato, México, y el doctorado en la Universitat Autònoma de Barcelona, España. Actualmente es investigador en la Universitat de Lleida.
El artículo se publica en alianza con SomosMass99 de México.