Despedida
Hoy he pasado por una idea liberal respecto al cambio. He pasado por una librería del centro de la ciudad y, ahí, te he recordado.
No sé por qué. Tenías los ojos claros. A veces azules, negros. Tenías la piel de un extraño tono dorado; a veces morena o clara como lo es el azúcar mascabado.
A veces, sólo piel.
Tenías una mirada fuerte, alegre, sensible. Un aroma… Peculiar… Era esa clase de aroma que, uno piensa, es mejor mantener a una distancia prudente.
Yo bailaba y tú… Me has mirado y sonreído.
Tu aroma llega hasta mí de formas que no me son ni remotamente posibles de explicar, comprender.
Te gustaba hacerme sentir bien y a mí me gustaba sonreír a tu lado.
A veces bailabas y, a veces, me mirabas bailar. Tenías memorizado mi acto y por cada teatro uno de mis discursos.
Entre tus piernas solía saborear tu aroma que bordeaba el color de tu piel.
A veces de un color. A veces de otro. A veces dulce o salado.
Tu cabello era largo. Tu perfume olía a mí cuando solía bailar… dibujar la noche… Cuando aún no sabía conocerme.
Aquél día paseamos por el centro de una ciudad desconocida.
Tu imagen me recordaba a mí y a ti al mismo tiempo, cuando aún no nos habíamos conocido.
Tal vez me habrías dicho lo mucho que te gustaba el sabor y el aroma de mi perfume. Y, como una extraña forma de revelación, de afecto, o de repetición, tu aroma me recorría, aún sin confirmar mi nombre.
Pero estabas ahí, por el frente, al pie del cañón, al margen del dolor. Más que sin desearlo, sin saberlo. Te detuviste a mirar, a hojear y a contemplar el libro; cada uno de tus gestos y de tus cálculos y de sus hojas… soñaba; más que un par de horas, un par de notas, de gestos, de tragos y de nombres.
Mi silueta se hallaba dispersa entre la niebla de la noche, la canción y la incomodidad… Bailaba. Se sacudía para dibujarse y desdibujarse al mismo tiempo.
Pronto, supiste hallar mi compás…
Que ahí no había revistas ni tiempo. Más que el remedo de un sabor ajeno, distante; en mi rostro encontraste al amargo y dulce aroma de la derrota.
Te dignaste a preguntar a la persona a cargo del lugar sí sabía algo de mí.
No recuerdo si lo dijo, si hizo algún tipo de mención, de señal. O fui yo quien lo hizo.
Si mi balbucear se hallaba pleno, contaba, en ese momento, como una forma de dialecto inteligente, aunque fuera incierto o remoto como las formas dentro de mi mente; tu piel.
Un día, finalmente comprendí… que tu recuerdo me hacía mirar, sentir, escuchar en silencio, como el feroz león rugiendo. Ardiendo ante la incierta tempestad; la inquebrantable fortaleza de su propia naturaleza.
Debí balbucear apenas unas palabras y, en tono gallardo, responderte con un sí o no a la historia antes contada dentro de mi mente.
– Que todo iba a estar bien –me dije a mí mismo–.
O te lo dije a ti con un abrazo, o con un beso.
Creías en historias de héroes, príncipes. Que yo iba a estar ahí para guiarte, protegerte, salvarte. Principalmente para llevarte, en algún momento de la noche, a casa. Aunque no pudiera hablar. Aunque apenas fuera capaz de prolongar… disimular mi discurso y de ignorar lo que por fuera estaba sucediéndome.
Al igual que tú, fingí saber lo que estaba haciendo. Lo que estaba sucediendo.
Fingí encontrarme pleno, de maravilla. Fingí estar atento –todo al mismo tiempo–.
Me dejé llevar.
Sonreí.
De ti sabía menos que de mí. A pesar de eso, te confieso, me sentí muy bien a tu lado.
Jack, por supuesto, es el seudónimo del autor. Reservaremos su nombre real hasta que él lo decida. Lo que sí podemos decir es que estudió Letras Hispánicas, y que no sólo ama la literatura sino también el cine, los atardeceres y las nubes, ante las que de tarde en tarde se convierte en fotógrafo.
El artículo se publica en alianza con SomosMass99 de México.